¿Un mundo de traducción automática? Parte I

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La profecía

Casi la mitad de las profesiones humanas, tal como hoy las conocemos, habrá desaparecido antes de 2050 como consecuencia de la automatización de tareas en las economías desarrolladas. Esta keynesiana predicción, cuantificada por el célebre estudio de Carl Frey y Michael Osborne sobre los empleos más propensos a la automatización y corroborada por otros economistas, nos dibuja un futuro laboral precario con una elevada tasa de desempleo y un protagonismo cada vez mayor de los robots y los sistemas computacionales.

Los efectos de la automatización computacional sobre el empleo no son un fenómeno nuevo, sino la lógica consecuencia de una progresiva mecanización iniciada en la Revolución Industrial con el objetivo de abaratar los costes laborales. Poco a poco hemos ido asumiendo que todas las tareas manuales rutinarias, e incluso algunas no tan rutinarias, más pronto que tarde acabarán automatizándose, porque pueden reducirse fácilmente a un conjunto de reglas. Lo novedoso es que la mayor parte de las tareas cognitivas rutinarias y muchas tareas cognitivas no rutinarias también serán objeto de automatización.

¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede automatizar lo que no es reductible a reglas? Desde la perspectiva computacional la respuesta es, aseguran los expertos, sencilla, y radica en la existencia de grandes colecciones de datos complejos digitalizados, en su mayor parte procedentes del tráfico de información que circula por internet. Al procesar, analizar y clasificar ese inmenso caudal de información, los sistemas computacionales “descubren” toda la casuística de nuestros actos más complejos, sus tendencias combinatorias, las “rutinas” que pasan inadvertidas al ojo humano, y así “aprenden” a realizar tareas complejas.

¿Quiere eso decir que todo es, en última instancia, rutinario? ¿Todo acto cognitivo es susceptible de automatización computacional? Aunque parece que la ingeniería computacional aspira a lograr ese objetivo supremo algún día, de momento tropieza con obstáculos nada triviales, los llamados “cuellos de botella” de la automatización: la percepción en entornos poco estructurados, la manipulación de objetos irregulares, la inteligencia creativa, la inteligencia social… En su recorrido imparable hacia la total robotización y emulación del cerebro humano, la computarización vuelve a encontrarse con su pesadilla: ¡el pensamiento! ¿Cómo formalizar y automatizar las operaciones más libres del pensamiento, si ni siquiera los neurobiólogos son capaces de definirlo o localizarlo en el cerebro?

Un ejemplo paradigmático y uno de los objetivos más ambiciosos del procesamiento computacional de grandes cantidades de datos es la traducción automática. A la luz de las últimas publicaciones sobre esta disciplina nacida de la lingüística computacional, se da por hecho que los ordenadores acabarán traduciendo de forma inteligible y aceptable para el nivel de exigencia del común de los mortales. Con una ligera intervención humana en la fase final, el resultado, creen los expertos, podría ser equiparable al de una traducción de toda la vida. Junto a la expresión del estupor y el temor natural que suscita este panorama entre los que nos alimentamos de pollos escritos por Sartre u otros autores, corren por internet exabytes de resignadas conclusiones en esta materia, entreveradas de consejos sobre cómo hacer frente a esta situación. Y así se nos exhorta a perder el miedo. ¡Traductores: dejaos de alharacas! Menos traducción y más “posedición”, que es vuestra profesión del futuro, profetizan los adalides de la nueva era de la traducción automática. Acostumbraos a ver los sistemas de traducción automática como vuestros amigos, igual que lo son vuestros queridos programas de traducción asistida. ¿A que ya no imagináis el mundo sin ellos? Pues bien, la traducción automática también desea haceros la vida más fácil. Puede incrementar vuestra productividad hasta un 50%. Y ha venido para quedarse. El corolario de este triunfalista planteamiento es el siguiente: señores empresarios, no hagan el panoli contratando a traductores humanos. Inviertan en buenos sistemas de traducción automática y búsquense a algún nativo que les arregle los pequeños deslices de este valioso software. El ahorro será inconmensurable. ¡No se arrepentirán!

Esta cantinela se ha convertido en una nueva religión. Acabar con el mito de Babel en el mundo globalizado era un viejo sueño del poder económico y político. Desde la Segunda Guerra Mundial se han invertido cuantiosos recursos en el desarrollo de esta tecnología. Ya en los años sesenta se creía inminente la aparición de un sistema de traducción automática eficaz. Tras varias décadas de ensayos optimistas y resultados frustrantes, hemos entrado en el siglo xxi con la absoluta convicción de que muy pronto viviremos en un mundo de traducción automática.

¿Tan cerca está ese día? ¿Es posible que una máquina logre el mismo resultado que un traductor humano (o algo parecido) sin imitar siquiera el complejo proceso cognitivo que conlleva esta actividad? ¿Puede un software traducir un texto con precisión, cohesión y elegancia tras haber procesado zettabytes de pares de frases alineadas, traducidas (no siempre bien) por humanos (no siempre traductores profesionales), según un modelo que parte de la premisa de que ese inmenso corpus abarcará todas las estructuras, todas las ideas, toda la diversidad y la infinita potencialidad del lenguaje? Como mínimo permítanme que lo ponga en duda

A no ser que los humanos nos acostumbremos a hablar y escribir como máquinas, y entonces todo valga, una hipótesis que, tristemente, considero más probable, por los motivos que intentaré explicar en la segunda entrega de esta reflexión.

© Marta Pino Moreno

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